Se cumple un año de la partida de la querida y entrañable "Pocha". Tuve el privilegio de conocerla y compartir muchos momentos hermosos que guardo en lo más profundo de mi corazón.
Orfilia fue una mujer extraordinaria, dotada de una inteligencia aguda y una profunda curiosidad por la vida. Amante de la lectura, las plantas y las flores, poseía un carácter fuerte y una sensibilidad exquisita. Sus ojos celestes irradiaban pureza, determinación y un toque de melancolía.
Recuerdo con cariño sus cuentos, sus historias y cada detalle de su hogar. La mesa con sus plantas, su atril con libros, la pared del living con las fotos de familia y su jardín lleno de flores.
Con gran respeto y profundo conocimiento de las tradiciones judías, disfrutaba de la jalá (pan trenzado), la torta de miel y el guefilte fish (pescado relleno) que con picardía esperaba cuando se acercaban las fiestas hebreas. Cada Rosh Hashaná (año nuevo judío), me regalaba un arreglo floral que creaba con sus propias manos, utilizando las plantas y flores que habían florecido en su jardín encantado.
En las tardes de verano la observaba cuando abría la vieja ventana de madera para alimentar a los bulliciosos pajaritos que acudían a su llamado.
A sus 98 años de edad, dejó este mundo con la misma sabiduría y entereza con la que supo vivir.
¡Hasta siempre, Pocha!
Comparto una breve entrevista que le hiciera en el 2017, y que saliera publicada (previa su autorización) en el segmento "Personajes Ilustres" - Proyecto Barrios del CDF en el 2021.
ENTREVISTA A POCHA – ORFILIA AGUSTINA EMILIA RIGUAL (2017)
"Me llamo Orfilia Agustina Emilia. Orfilia por mi madre, Agustina por mi abuela paterna y Emilia por mi abuela materna. Pocha es un nombre que los españoles le dicen a los “podridos” y mi papá era catalán. De ahí que Pocha puede ser muy ofensivo o muy cariñoso; “Pochita”. Nací el 15 de Diciembre de 1924 en Montevideo en la calle Canelones 1241.
Ahí viví hasta los cuatro años. Después nos fuimos a vivir a Acosta y Lara esquina Guzmán, y luego a la calle Goes 2419. De ahí nos vinimos para Punta Carretas. Acá cumplí los nueve años.
Edificadas estaban mi manzana y otra más. En Joaquín Núñez hacia la rambla estaba la casa de mis tíos. Nosotros vinimos para acá porque nos dijeron que había una casa del Banco de Seguros que se alquilaba. Mi mamá insistió en comprarla, y por la Ley de Serrato se podía comprar a veinte años. Después vino la guerra de España, y no pudimos pagar las cuotas, y entonces volvimos a ser inquilinos. Mi papá importaba de Europa aceites y vinos, y con la guerra todo esto se acabó. Recién cuando me casé con mi segundo marido compramos la casa.
El predio por la calle Hidalgos, tenía un arroyito y venían las vacas de los campos a pastar. Lo que era el Parque de Villa Biarritz, era un predio cercado en donde funcionaba la Colonia de Vacaciones del Consejo del Niño en un predio que les había cedido el Municipio. Por la calle Joaquín Núñez estaba el Club Bohemios, y en frente hicieron la Asociación femenina de Volleyball que se llamaba “Forever”. Cuando cumplí los diez y seis años me dejaron entrar como socia.
La parada de ómnibus era en frente a la Iglesia donde había un buzón. Se andaba por la mano izquierda. Ahí paraba el 117. Cuando llegaba a la calle Guipúzcoa tocaba la bocina, y nosotros corríamos hasta la calle Ellauri para tomarlo. También había tranvía, el 9 iba a la Unión y el 35 al Centro, y los dos paraban en la terminal que era al frente del Club La Estacada.
La cárcel de Punta Carretas ya estaba cuando nos mudamos. La hija del conserje era compañera de la escuela, y entonces entrábamos hasta la administración. Al faro se llegaba por un camino y era un paseo casi obligado. No había casi tránsito y los chiquilines del barrio nos juntábamos, y de repente nos íbamos en bicicleta hasta Carrasco.
El primero que se despertaba en casa, abría la puerta y la engachaba para que no se golpeara. Estaba siempre abierta. Venía el panadero con el carrito de pan recién hecho o el verdulero que con carro de caballos. Teníamos un pescador que lo llamábamos “Mejilloldo”, que venía vestido con un pañuelo rojo, un sombrero azul, camisa desabrochada, medias blancas con alpargatas con las tiras hasta las rodillas. Traía un carrito con mejillones recién juntados de las rocas, se paraba con un plato y gritaba “mejilloldos”. Estaba el fainasero, “Fafina” le decían, no sé si era su nombre o porque era faina fina que venía vestido impecable de blanco. Se paraba en la esquina y gritaba: “fainá, fainé, fainí, fainó, fainú”, estaba recién hecho, lo cortaba y nosotros veníamos corriendo con un plato".
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